Las señas del hambre
Carlos Gutiérrez se pasaba la vida entre las cuatro vacas, el cafetal y la casa. Criando a dos hijos.
Ahogado en una mezcla de humillación y rabia, porque su esposa se fue con otro, y convencido de que no había peor desgracia que la suya.
A escasos cien metros de su casa, en una choza de madera, piso de tierra y fogón, vivía la vecina más cercana: una mujer flaca y joven, con dos niños pequeños. Pero él, con su carácter huraño, no fue nunca de meterse con los vecinos. Apenas si se fijaba en la columna de humo que todas las mañanas huía por la chimenea de la choza.
Un día la chimenea no lanzó sus acostumbradas nubecillas. Carlos no le dio mucha importancia.
Pero ya al tercer día, la curiosidad y la intriga lo empujaron por el trillo barrialoso hacia la pequeña casa.
Iba imaginando una tragedia.
Por eso, aunque golpeó la puerta con sus nudillos, en realidad no esperaba que le abrieran. De momento no supo qué decir.
-Perdone, balbuceó. -Parecía decepcionado de encontrarlos vivos-. Hace días no veo el humo de la chimenea y pensé que les había pasado algo.
Con la mirada y la voz tan bajitas que parecían barrer el piso, la mujer dio una respuesta que sonó casi a disculpa:
-Es que hace tres días no cocinamos. No tenemos nada qué comer.
José Francisco Araya
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