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sábado, 2 de julio de 2011

Chacal, Carlos Salazar Fernández

Chacal
            Caminó, el hombre, venía llegando del aeropuerto, quizá de Dublín o de México. Olía a torta de huevo la avenida. Aquel día, era ya la tarde, había llovido eternamente, los ríos de las alcantarillas procuraban un desagüe en el mar de caños. Negro el cielo, negra la suela de los zapatos del hombre.
            Una esquina, un viejo pidiendo limosna; ni siquiera un gesto de negación respondería. El hombre estaba cansado, Fernando estaba cansado, sabía que tenía que ir a casa de, Alejandra, pero no tenía idea de donde quedaba. Fernando venía llegando a la capital, muchas cosas habían cambiado, mucho de esto ya no será más aquello, pensó.
            Alejandra seguro había cambiado también, probablemente pensaba en grandes cosas ahora, pero  el, Fernando, seguía flaco y agónico por dentro,  muerto de frío. Muchas cosas seguían igual, los patios, las alcantarillas, las ventanas, tal vez Alejandra aún pensaba en él (personalmente yo no lo creería pero quién soy yo en esta historia). El hecho es que él no acertaba a imaginar su futuro. Gris, empaquetó el cielo sus nubes y se fue a guardar. La noche llegó húmeda, como si se hubiese maquillado así.
            Fernando tenía algunos colones para el cuarto del hotel. Bebió una cerveza en la cantina y subió a dormir, estaba muerto. La mañana lo sorprendió más que el ruido de la capital mugiente. Hoy debía encontrarla, tenía la dirección de las últimas cartas que recibió de ella. Tomó una taza de café con leche y emprendió el viaje. No la encontró, era casi obvio, todo había cambiado, dialéctica hermosa, veinte años transforman una casa en una tienda de ropa usada.
            La tristeza encabronó a Fernando, esa tristeza de muerte de Quijote, ese espasmo de la tragedia propia. La furia consumió al hombre. Fernando se vio obligado abandonar la búsqueda por ese día. Más tarde se embriagó con molestia en su cuarto de hotel.
            Al nuevo amanecer le salieron patas, como si fuera un bicho que escapa bajo la puerta.
De pronto Fernando se dio cuenta de que se había gastado todo el dinero, pensó en la desgracia. Desesperado corrió por la ciudad, fue a los sitios que frecuentaba, todo estaba inerte, el mercado, la tienda, la panadería, todo estaba fuera de servicio, como dicen ahora. La guía telefónica también lo traicionó, Fernando −nada ocurrió− la noche es otra vez inminente.
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Así, camino por el patio de las casas, no las encuentro abiertas y poco me importa, sigo por la noche, esta noche que se subleva y piensa en la noche, en su propia noche, y grita, le grita a esa noche en la que piensa, luego pasa, como yo. Yo nada más aúllo, necio, para que sepan por donde voy y no tengan que toparme por el camino. Las estrellas se abren todas, azules, en la noche (ésta solo piensa y grita), mientras yo aúllo, no saben las pobres que no existe el fin, por eso las identifico, mis ancestros también lo hacían, aullaban.
Ya pasa la noche por hoy, qué más me da, empezará luego otra vez, más limpia de estrellas o más sucia. Parece extraño que el día se escurra tan despacio. Pare como un raro maleficio.
Ya empezó de nuevo a correr el sereno, las copas de los árboles hacen guardia para que yo camine y me atreva a aullar otra vez. No se bien por que lo hacen, son como resortes de inmensidad. Escucho pasos, silbidos, aúllo. De pronto vuelve el sol. Los tempos se han aborrascado. El monte es como un infierno. Vuelve el sol y desaparezco, no sé si alguien me sigue. Es mejor no correr el riesgo. Hace calor, moscas me figuran un muerto cerca de aquí.
            Hoy hay luna, me recorre el cuerpo un terrible hielo. Olor a mugre somnolienta anda por ahí, solo escucho la noche, pienso en el fin. Aúllo. Necesito un rumbo, el camino se dobla sobre si mismo y no desembocará jamás. Terrooor…
Carlos Salazar Fernández

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