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sábado, 2 de julio de 2011

La Venganza, Cuento: José Francisco Araya


La vieja siempre llamaba a la policía para que los corriera.
Solterona y ayuna de amores, consideraba una afrenta y un escándalo que, noche
tras noche, los novios cenaran besos y caricias bajo sus narices, a la sombra del
muro entejado que resguardaba la esquina de su casa.
Finalmente una noche, alertado por la vecina, junto con la policía llegó también el
papá de Marcela. Sin pensarlo mucho la metió de un empujón al carro y luego la
emprendió a patadas contra Gustavo, que intentaba defenderla. La policía tuvo
que quitarle al muchacho y llevarlo al hospital.
Gustavo juró vengarse de la soplona cuando sanaran sus costillas quebradas.
Tres meses después, siempre al amparo de la noche, llegó por última vez hasta la
casa de la vieja. Ya tenía planeado salir en la madrugada hacia Nicaragua, junto
con Marcela. A la sombra del muro respiró hondo, recordó la humillante escena de
la golpiza y olvidó, por un instante y por única vez en su vida, su discurso pacifista
y su conciencia ecológica.
Los vecinos no vieron ni escucharon nada. Solo se enteraron de lo sucedido a
la mañana siguiente, cuando el sol reveló la venganza enorme, desafiante y roja
que Gustavo consumó con gruesos trazos de pintura spray, sobre el encalado
amarillento del viejo muro: “El amor no es delito”.

Las señas del hambre, José Francisco Araya

Las señas del hambre

Carlos Gutiérrez se pasaba la vida entre las cuatro vacas, el cafetal y la casa. Criando a dos hijos.
Ahogado en una mezcla de humillación y rabia, porque su esposa se fue con otro, y convencido de que no había peor desgracia que la suya.
A escasos cien metros de su casa, en una choza de madera, piso de tierra y fogón, vivía la vecina más cercana: una mujer flaca y joven, con dos niños pequeños. Pero él, con su carácter huraño, no fue nunca de meterse con los vecinos. Apenas si se fijaba en la columna de humo que todas las mañanas huía por la chimenea de la choza.
Un día la chimenea no lanzó sus acostumbradas nubecillas. Carlos no le dio mucha importancia.
Pero ya al tercer día, la curiosidad y la intriga lo empujaron por el trillo barrialoso hacia la pequeña casa.
Iba imaginando una tragedia.
Por eso, aunque golpeó la puerta con sus nudillos, en realidad no esperaba que le abrieran. De momento no supo qué decir.
-Perdone, balbuceó. -Parecía decepcionado de encontrarlos vivos-. Hace días no veo el humo de la chimenea y pensé que les había pasado algo.
Con la mirada y la voz tan bajitas que parecían barrer el piso, la mujer dio una respuesta que sonó casi a disculpa:
-Es que hace tres días no cocinamos. No tenemos nada qué comer.

José Francisco Araya

Chacal, Carlos Salazar Fernández

Chacal
            Caminó, el hombre, venía llegando del aeropuerto, quizá de Dublín o de México. Olía a torta de huevo la avenida. Aquel día, era ya la tarde, había llovido eternamente, los ríos de las alcantarillas procuraban un desagüe en el mar de caños. Negro el cielo, negra la suela de los zapatos del hombre.
            Una esquina, un viejo pidiendo limosna; ni siquiera un gesto de negación respondería. El hombre estaba cansado, Fernando estaba cansado, sabía que tenía que ir a casa de, Alejandra, pero no tenía idea de donde quedaba. Fernando venía llegando a la capital, muchas cosas habían cambiado, mucho de esto ya no será más aquello, pensó.
            Alejandra seguro había cambiado también, probablemente pensaba en grandes cosas ahora, pero  el, Fernando, seguía flaco y agónico por dentro,  muerto de frío. Muchas cosas seguían igual, los patios, las alcantarillas, las ventanas, tal vez Alejandra aún pensaba en él (personalmente yo no lo creería pero quién soy yo en esta historia). El hecho es que él no acertaba a imaginar su futuro. Gris, empaquetó el cielo sus nubes y se fue a guardar. La noche llegó húmeda, como si se hubiese maquillado así.
            Fernando tenía algunos colones para el cuarto del hotel. Bebió una cerveza en la cantina y subió a dormir, estaba muerto. La mañana lo sorprendió más que el ruido de la capital mugiente. Hoy debía encontrarla, tenía la dirección de las últimas cartas que recibió de ella. Tomó una taza de café con leche y emprendió el viaje. No la encontró, era casi obvio, todo había cambiado, dialéctica hermosa, veinte años transforman una casa en una tienda de ropa usada.
            La tristeza encabronó a Fernando, esa tristeza de muerte de Quijote, ese espasmo de la tragedia propia. La furia consumió al hombre. Fernando se vio obligado abandonar la búsqueda por ese día. Más tarde se embriagó con molestia en su cuarto de hotel.
            Al nuevo amanecer le salieron patas, como si fuera un bicho que escapa bajo la puerta.
De pronto Fernando se dio cuenta de que se había gastado todo el dinero, pensó en la desgracia. Desesperado corrió por la ciudad, fue a los sitios que frecuentaba, todo estaba inerte, el mercado, la tienda, la panadería, todo estaba fuera de servicio, como dicen ahora. La guía telefónica también lo traicionó, Fernando −nada ocurrió− la noche es otra vez inminente.
******
Así, camino por el patio de las casas, no las encuentro abiertas y poco me importa, sigo por la noche, esta noche que se subleva y piensa en la noche, en su propia noche, y grita, le grita a esa noche en la que piensa, luego pasa, como yo. Yo nada más aúllo, necio, para que sepan por donde voy y no tengan que toparme por el camino. Las estrellas se abren todas, azules, en la noche (ésta solo piensa y grita), mientras yo aúllo, no saben las pobres que no existe el fin, por eso las identifico, mis ancestros también lo hacían, aullaban.
Ya pasa la noche por hoy, qué más me da, empezará luego otra vez, más limpia de estrellas o más sucia. Parece extraño que el día se escurra tan despacio. Pare como un raro maleficio.
Ya empezó de nuevo a correr el sereno, las copas de los árboles hacen guardia para que yo camine y me atreva a aullar otra vez. No se bien por que lo hacen, son como resortes de inmensidad. Escucho pasos, silbidos, aúllo. De pronto vuelve el sol. Los tempos se han aborrascado. El monte es como un infierno. Vuelve el sol y desaparezco, no sé si alguien me sigue. Es mejor no correr el riesgo. Hace calor, moscas me figuran un muerto cerca de aquí.
            Hoy hay luna, me recorre el cuerpo un terrible hielo. Olor a mugre somnolienta anda por ahí, solo escucho la noche, pienso en el fin. Aúllo. Necesito un rumbo, el camino se dobla sobre si mismo y no desembocará jamás. Terrooor…
Carlos Salazar Fernández

Amor o Ficción? Cuento Gabriel Rodríguez

Amor o Ficción?

Gabriel Rodríguez

Tres de la mañana, había terminado ya el segundo volumen de aquella trilogía que lo mantenía en el más perplejo insomnio.
No era Jorge muy dado a las diversiones de su tiempo, incluso correría el riesgo de ser llamado por sus pares un loco anticuado. La segunda palabra la había asimilado ya en su actitud tímida, sin embargo la primera lo atormentaba llenándolo de un gélido terror que recorría su joven organismo. No es que se sintiera particularmente loco, aunque su enfermedad no distaba mucho de las características de la demencia –aunque fuera una demencia socialmente convenida-, sin embargo no se podría decir técnicamente que sus aptitudes psicológicas presentaran un patrón irregular. Simplemente estaba enamorado, aunque no tardaría en darse cuenta que lo que en apariencia podría ser considerado como una actitud valiosa y tierna, propia de un chico de su edad, lo estaba consumiendo en vida.
Disfrutaba sus horas de lectura, eso no lo podía negar, pero luego de aquel amorío aparentemente enfermizo empezaba a recordar aún con más convicción la repetitiva y fastidiosa sentencia de su padre, la que acompañó con otro énfasis el día anterior para lograr redimirlo de su complicidad con la historia que lo ocupaba:
-Jorge, dejá ese maldito libro, que te vas a volver chiflado de tanto estar leyendo porquerías, mejor vení a ver el partido de la sele que ya va a empezar.
Sabía Jorge que luego de aquellas palabras no le quedaría más que dejar su entusiasta lectura y sentarse con su padre y su madrastra a ver el fútbol (del que por cierto no era muy aficionado), no porque su padre fuera un tipo violento, sino porque de lo contrario un incómodo silencio invadiría la casa la próxima noche cuando la pareja llegara del trabajo y Jorge deseara entablar conversación.
Así son los adultos, sus contrariedades y opiniones sacralizadas rozan muchas veces el límite de lo absurdo.
Seguía reflexionando, eran ya las 3:15 de la mañana y se disponía, con actitud pasional (lapicero en mano e imaginación al mando) a escribirle otro poema a su amada. Desde el día que se conocieron -hará ya dos meses de aquel singular encuentro- no había perdido ocasión para crear cada noche el verso perfecto para la que él consideraba la mujer más perfecta que jamás existiera. Ya eran casi sesenta títulos que sin mucha dificultad podrían endosar un ejemplar más de poesía amorosa.
Unido a ese arrebato de incorregible pasión, otra faceta pasaba a formar parte de sus largas noches, la del confundido luchador, aquel quien no tiene más rival que sí mismo, la zona de lucha era su cerebro donde se daba a golpes con otros luchadores de distintos trajes, quienes al tener las mismas características se entretenían en una pelea que parecía no tener fin, volviendo invencible al sufrimiento. El resultado en Jorge era una inminente migraña que lo envolvía en una irritación inaguantable, de la que dejaba constancia en cada página de su diario.
4:00 de la mañana, el poema estaba terminado y las dos hojas del diario constituían una crónica donde el joven relataba sobre los pensamientos tan diversos y contrarios que lo castigaban.
Necesitaba dormir, su cuerpo lo pedía... pero el espíritu ignoraba órdenes, jamás podría cerrar los ojos sin culminar su excitación pueril. 4:45 de la mañana, el orgasmo provocado por el amor propio lo envolvía en un electrizante recuerdo de las cualidades eróticas de su objeto de adoración. Justo en el momento final pronunció las palabras mágicas, el nombre de su perdición:
-Lii-sss-eee-th
Fantaseaba con el día en que ella abriera la puerta de su cuarto, encendiera la computadora y ante su silencioso asombro reprodujera en ella las tonadas psicodélicas de aquella eterna banda de rock, para acto seguido, saltar sobre su cama y despojarse de su ropa negra descubriendo ante sus ojos los tatuajes más discretos que conformaban su pintado cuerpo. Sin duda ella llevaría el mando en este episodio sexual, él la contemplaría encima desnudándolo desesperadamente y llenándolo de las más íntimas caricias que le retribuiría luego con una noche sin cronómetro que no terminaría ni con los primeros asomos de luz.
5:00 de la mañana, los gallos entonaban ya el canto rutinario de un nuevo día. Jorge era atrapado por el sueño. En la cocina el ruido de la cafetera anunciaba con su aliento el suave aroma del café. Su padre preparaba el desayuno para él y su madrastra. 5:30, desayunaba la pareja en la sala, los gestos de preocupación se expresaban en la conversación recién iniciada.
-Ese mocoso no es normal, ni siquiera sale por estar metido, leyendo en el cuarto. Ya desearía yo tener 16 años y estar en vacaciones de colegio como él para salir con alguna pandilla de atarantados a hacer algo por ahí- Dijo el padre mostrando una alegre nostalgia en la última frase.
-Yo traté de hablar con él pero se hizo el ruso. Me salió con otra cosa y al final no me quiso contar nada, creo que esta enamorado porque un día de estos le encontré un poema en medio de un libro que dejó en la sala, estaba dedicado a una tal Liseth- Dijo la madrastra.
-Debe ser una compañera del colegio, lo raro es que nunca lo he visto con ninguna chiquilla y creo que ni amigos tiene, solo le pido a dios que no ande en drogas.
-No creo que sea eso. Talvez le hace falta divertirse.
-Siempre ha sido un guila medio raro pero desde hace dos meses esta peor, a veces lo oigo llorando o hipnotizado con una risita de tonto como cuando a uno lo tiene loco una falda. Talvez debería llevarlo a ese putero de Alajuela- Dijo en tono de broma el padre.
-¡Oh desgraciado! siempre encontrás un pretexto para tus andadas. Dejá al guila tranquilo, que vaya hoy a la cita con la Trabajadora Social y la Psicóloga del Hospital, ojalá aproveche porque me costó conseguirle campo así de rápido, imagínate, en quince días... si no fuera por mi amiga todavía estaría esperando- Dijo la mujer
- Espero que aunque sea le hagan entender que tiene que dormir más.
- Vas a ver que todo se va a arreglar y así como hoy es esa tal Liseth mañana será otra la que lo desvele. Así son los cuiquillos de esa edad, cuando se enamoran, se enamoran.
- Cuando salga de esta le voy a comprar un Pley Steichun 3 para que se olvide de esas tonteras que lee que lo tienen así de loco- Aseveró el padre con notable convencimiento.
Las 8:00 de la mañana, con mirada sonámbula despertó Jorge y recogido en su cálido lecho soltó las primeras palabras del día:
-Porqué putas me tuve que enamorar de una guila que nunca va a ser mía...
Recordaba sus ojos negros, su débil cuerpo y pálido semblante, los tatuajes, piercings abundantes, sus pechos apenas asomados por la blusa, su ropa negra y su carácter indomable que contrastaba con una apariencia de niña aumentada por su evidente delgadez. Lo cautivaba esa extraña belleza tan excitante como interesante, ya que poseía una inteligencia increíble capaz de resolver cualquier enigma.
-Y ahora como diablos le explico a esa gente que estoy perdidamente enamorado de una mujer que nunca será mía... no puedo aceptar que sea tan imposible... ¡Mierda! La quiero a ella no a otra, ella tiene todo, es perfecta.
Sabía que su sentimiento se convertía en una obsesión que lo asfixiaba y amenazaba con matarlo. Quizá su madrastra tenía razón y su pasajero corazón podría volar hacia otros parajes. Pero eso no le parecía posible, no dejaba de pensar en ella, no podía dormir más de tres horas al día, no dejaba de escribirle y evocarle en fantasías eróticas. Simplemente lo dominaba, se había apropiado de su ser. Tenía miedo de no poder olvidarla. A veces cuando caminaba por la calle de la cuidad la veía entre la gente y corría para tratar de alcanzarla, observaba como ella apresuraba el paso al sentir la acechanza, y cuando al fin lograba tocar su hombro descubría un rostro extraño y apático que asombrado lo miraba, para luego seguir caminando aún con más prisa. La mujer huía confundida, Jorge no podía escapar de su angustia.-Me estoy volviendo loco- decía. La mujer no era Liseth, evidentemente.
Eran las 9:30 y Jorge entró temprano a su cita en el hospital. 11:00 de la mañana, ya estaba libre, con ánimo victorioso levantó los brazos y se dijo para sí:
-Por dicha solo hay una Trabajadora Social y una Psicóloga en este hospital, así no me joden tanto la vida, tanta cosa para terminar diciendo lo mismo que todos... “que salgas a divertirte Jorge”, “que salgas con otras muchachas”, “que si ella no te ama debes aceptarlo”, que si esto, que si lo otro, puro bla, bla, bla... pero que se va a hacer si no les iba a decir la verdad, después piensan que estoy loco y me mandan a Pavas... Talvez debería hacerme el trastornado para darles gusto. Pero nadie va a lograr que olvide a Lis... es la mujer perfecta.
Jorge volvió a su casa. Pasó una semana y seguía igual. El fin de semana siguiente su padre había llevado a Jorge donde una muchacha a la que esperaba conociera. La verdad del asunto es que ella había asistido por insistencia del padre, quien logró persuadirla para que fuera con su hijo al cine y a comer algo. La bondad e ingenuidad de la joven no le permitía visualizar la situación como algo más allá de un acto de caridad.
Era sábado, 6:00 de la tarde. A pesar de las dudas de Jorge su padre lo dejó en frente del cine donde lo esperaba una muchacha muy guapa, con elegante peinado, accesorios abundantes, una capa de maquillaje sobresaliente, labios pintados y una sonrisita tonta entrenada para hacer lucir su rostro siempre simpático. Era rubia, alta y delgada, de pechos artificiales y curvas ostentosas.
Jorge se bajó del carro de su padre y caminó hacia la mujer que por lo menos era dos años mayor que él. Ella avanzó en dirección a él con aquellos tacones que volvían su caminar un ruidoso espectáculo acrobático, muestra de coordinación y sacrificio. En principio le pareció linda, hasta agradable. Pero solo en principio, su simpatía no tardó más de cinco minutos cuando al escoger la película que verían ella señaló con un ridículo brinquito y una falsa sonrisa el cartel con la cinta del momento, aquella historia de una adolescente que se enamora de un vampiro. A partir de ese momento supo Jorge que la noche sería larga. Odiaba la película y ella empezaba a irritarle.
No había parado de hablar en toda la noche hasta que entraron al cine. Salieron casi dos horas después, Jorge sentía náuseas y no solo por las palomitas que había comido.
Fueron al parque (o más bien se debería decir que ella lo llevo al parque) y seguía hablando, entre más palabras salían de su boca más se convencía Jorge de su limitado intelecto.
Caminaban y caminaban, despacio, el cluc-cluc de los tacones en el suelo con cada paso, el olor insoportable de su perfume, la cantidad de bisutería en su cuerpo, su perfecta silueta y el pelo rubio... no podía evitarlo, empezaba a odiarla, era tan diferente a Liseth que no solo sentía que la traicionaba a ella sino a sí mismo. Empezaron a girar pensamientos en su cabeza de la más distinta índole, ideas confusas luchaban, la campana de la iglesia sonó, de repente la migraña lo gobernaba. Los tacones seguían emitiendo el molesto sonido y aun no se había callado aquella rubia. Tenía que irse antes de ahorcarla. Salió corriendo por el centro del parque, subió a un taxi y sin despedida de por medio abandonó el lugar.
10:30 de la noche, estaba ya en su casa. No podía más con sí mismo. Escribió el último poema y la última página del diario donde colocó solamente tres palabras: “Liseth te amo”.
Salió de su casa. 11:00 de la noche. Volvió con una bolsa llena de flores blancas de un olor peculiar. Se aseguró de que su padre y su madrastra durmieran. Puso a hervir las flores (eran muchas). 11:30 de la noche, ya tenía en una botella de litro el extraño caldo color café claro. Encendió la computadora. Esta vez el “grunge” de un rubio suicida matizaba el ambiente. 12:00 medianoche la botella estaba vacía y el estómago de Jorge lleno de líquido. 1:00 de la madrugada, ladridos de perros a lo lejos, el viento moviendo los cables del tendido eléctrico, 1:30 de la madrugada el disco que se escuchaba en los parlantes de la computadora había terminado, 1:45... 2:00... 2:30... 3:30 de la mañana, el tiempo dejó de existir para Jorge, no sabía qué hora era ni recordaba si era de día o de noche.
9:00 de la mañana, sábado, quince días después esperaba el padre y la madrastra en la fila frente al portón del edificio, -solo puede entrar un familiar por turno- señaló el guarda del hospital. Entró el padre.
Al llegar tenía las manos en la frente, la típica bata blanca y en una mecedora se movía sin parar... atrás y adelante, atrás y adelante...
Jorge no sabía qué hora era, ni le interesaba. Su padre salió llorando con el abrazo de su esposa de aquel frío lugar. Esperaba que Jorge se recuperara para darle el juego de video que había pensado y que tenía guardado en su armario aún sin abrir dentro del paquete.
No había reparado en la triste mirada de su padre que todo el tiempo estuvo delante. Sus ojos se habían clavado fijamente en el piso, y repetía incesantemente: -Te amo, te amo, te amo, te amo...
Supo que no era a él a quien le dirigía la incansable frase, había descubierto tarde a quien le hablaba... Liseth. Resultó que no era ninguna compañera del colegio, tampoco una amiga del pueblo. Era un amor verdaderamente imposible que había sido encontrado por el psiquiatra del hospital (asiduo lector) en la trilogía del momento en Europa, sí, Jorge se había enamorado perdidamente del personaje de un libro y ahora seguía recordándola (aunque ya no entiendiera porqué) en una sala del Hospital Psiquiátrico en Pavas. Su diario cayó en manos del psiquiatra quien no tardó en descubrir el secreto.